
El discurso del presidente ante el Congreso abarcó los aranceles, Ucrania y los recortes en la fuerza de trabajo federal, pero hizo poco por abordar los peligros que acompañan esos cambios.
Dias antes de su discurso ante el Congreso del martes por la noche, el presidente Donald Trump embistió con una motosierra los organismos gubernamentales, inició una guerra comercial, cortó el suministro de armas a Ucrania y se puso del lado de un brutal autoritario, el presidente Vladimir Putin de Rusia.
Pero si un visitante recién llegado de un planeta lejano hubiera escuchado el discurso de Trump ante un auditorio de republicanos entusiastas y demócratas abatidos, impotentes y furiosos no habría percibido la escala y la intensidad de la disrupción de los últimos 44 días y las graves preocupaciones que ha producido.
Aunque Trump resucitó argumentos conocidos de sus mítines de campaña para justificar sus acciones —citando el despilfarro y el fraude en la burocracia federal, los peligros que plantean los migrantes que entran ilegalmente en el país, la injusticia del sistema comercial mundial y la necesidad de poner fin a una guerra sangrienta—, algo faltó.
Nunca argumentó por qué los beneficios potenciales de la perturbación que ha desencadenado —“tan solo una acción rápida e implacable”, la llamó, con bastante precisión— valían los costos reales en el país y en el extranjero. Nunca se refirió a los temores de los inversores, que han estado apretando el botón de “vender” en medio de una guerra comercial cada vez más intensa, ni a los de los aliados, que buscan el botón del pánico al ver a Washington alinearse con Moscú. Nunca habló de por qué estaba infligiendo más dolor económico a sus aliados que a sus adversarios.
Lo más cerca que estuvo de reconocer la reacción a sus medidas fue: “Habrá un poco de alboroto”, refiriéndose en ese caso a sus elevados aranceles.
Cuando se refirió brevemente a la guerra de Ucrania hacia el final de su discurso de más de 100 minutos, fue sobre todo para plantear la pregunta: “¿Quieren que continúe otros cinco años?”.
Nunca abordó la cuestión de cómo sería una paz justa, o si Estados Unidos o sus aliados europeos garantizarían que Ucrania siguiera siendo un Estado independiente. Y ni una sola vez sugirió que Putin pudiera tener que renunciar a algo a cambio, o qué ocurriría si el dirigente ruso decidiera seguir luchando.
Fue, en resumen, un discurso extrañamente alejado de las cuestiones que han estado sacudiendo Washington desde que Trump empezó a emitir su oleada de órdenes ejecutivas, desde que insistió en que Estados Unidos tomara el control de Groenlandia y del canal de Panamá y reconstruyera Gaza sin palestinos, o desde que empezó a sugerir, primero en broma y luego en tonos más amenazadores, que sería prudente que Canadá se convirtiera en el 51.º estado.
Es cierto que Trump nunca ha sido de los que les dan vueltas a las políticas; en su primer mandato, al presentársele una serie de opciones sobre cómo abordar un complejo asunto de telecomunicaciones, declaró: “Esto es realmente aburrido”.
Pero dada la gravedad de las recientes acciones de Trump, no era descabellado buscar en el discurso una percepción de hacia dónde lleva al país y al mundo su instinto de “Estados Unidos primero”, mientras intenta desechar partes del sistema de leyes y normas, dominado por Occidente, que ha guiado a los Estados de la OTAN o la Unión Europea.
No se ofreció nada de eso. En cierto modo, este discurso fue Trump puro, pensado más para las líneas de aplausos que para un examen profundo. Y la teatralidad de todo ello fue impresionante, hasta la expulsión, por orden del presidente de la Cámara de Representantes Mike Johnson, del representante Al Green, demócrata por Texas de 77 años, por levantarse en señal de protesta y gritar “no tiene mandato para recortar Medicaid”.
Resultó ser la única ocasión en la noche que se habló de Medicaid —uno de los temas políticamente más explosivos a los que se enfrentan el gobierno y el Congreso controlado por los republicanos— y terminó cuando Green, agitando su bastón, fue escoltado fuera de la sala.
El representante Al Green, demócrata por Texas, habla con los periodistas tras ser expulsado del hemiciclo por levantarse en señal de protesta y gritar: “No tiene mandato para recortar Medicaid”.
Pero también es muy típico de Trump celebrar la disrupción que había desencadenado sin describir sus objetivos a largo plazo, más allá del eslogan de impulsar lo que llamó una “revolución de sentido común”. No habló en detalle de cómo afrontar los mayores retos globales de Estados Unidos, como manejar el creciente alcance de China y su arsenal nuclear en expansión o una estrategia para separar a los rusos de los chinos.
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